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En el epicentro del Verano del Amor de 1967, cuando la música se fusionaba con el arte visual en una explosión de color y libertad, una guitarra se convirtió en el símbolo de toda esa revolución.
En la era de los 70 y 80, mientras muchos guitarristas buscaban ser los más rápidos, un maestro del sonido demostraba que el verdadero poder de la guitarra no estaba en la cantidad de notas, sino en la calidad de cada una de ellas.
En el panteón de las guitarras legendarias, hay nombres icónicos: "Blackie", "Frankenstrat", "Red Special". Pero solo hay un nombre que evoca no solo un sonido, sino una historia de amor. Un nombre que pertenece a la realeza del blues y que fue bautizado en las llamas. Ese nombre es Lucille.
Antes de los estadios y los festivales multitudinarios, la música que cambiaría el mundo se gestaba en la penumbra de bares clandestinos y juke joints a orillas del Mississippi. En locales de Nashville y Memphis, entre el humo del tabaco y el tintineo de los vasos, el blues se estaba electrificando, mutando en algo más crudo, más rápido y con una energía irresistible.
Antes de que el rock and roll llenara estadios, antes de los solos épicos y de las melenas al viento, alguien tuvo que dibujar los planos. Alguien tuvo que tomar el blues, el country y el R&B, y construir con ellos algo completamente nuevo, vibrante y dirigido a una generación que no sabía que lo estaba esperando. Ese arquitecto fue Chuck Berry, y su herramienta de diseño fue una guitarra Gibson.
El rock and roll está lleno de momentos icónicos, pero pocos son tan visuales, tan salvajes y tan definitivos como el que protagonizó Jimi Hendrix en el Monterey Pop Festival de 1967. En un acto que fusionó el arte, el sacrificio y la furia sónica, Hendrix no solo tocó su guitarra; la convirtió en una ofrenda en llamas para los dioses del rock.